Noche previa de insomnio, el
corazón se acelera, terror más que emoción, incertidumbre, y a la vez una
sensación indescriptible que invade el cuerpo, tal vez hasta un cierto temor en
las piernas, 6 meses despúes, volveré a hacer uso del transporte público.
Probablemente causaría risa si no
se estuviera viviendo una pandemia mundial, alentada por los medios de
comunicación a desatar los más aterradores escenarios; Uno podría tener miedo
de ser asaltado, de un choque fatal, de pescar chinches, piojos o garrapatas,
pero jamás podría imaginar, que el hecho de tomar una combi podría turnarse en
un asunto serio de salud pública o incluso en
un asunto de vida o muerte para familiares o amigos.
El enemigo es invisible, los
contagios han llegado a 28 millones en el mundo en este momento, y si ya de por
si en este país, trasladarse en una combi es cosa kamikaze, ahora sumen la
inconsciencia de la gente y el miedo a contraer el virus.
El primer miedo es a la multitud
sin protección y asintomática. Efectivamente, una chica viene hablando con su
novio a todo volumen sin cubrebocas por celular, un letrero indica tomar gel
apelmasado de un frasco pegado con cinta diurex al tubo de la puerta, no quiero
pensar si la combi entera porta más gérmenes que el despachador plástico que
tiene esa tonalidad grisácea, seguramente en unas semanas esos despachadores ya
no estarán ahí o viajarán vacíos.
Vuelta de rueda, el conductor no para de hablar sin cubrebocas por teléfono,
verifica los tiempos de las otras unidades que vienen detrás y delante, les
habla por sus apodos y les señala los puntos donde deberán “esperarse”,
“dejarse pasar” o por el contrario “meterle” para no ser alcanzados por su
rival, quiero quejarme y quiero matarlo, pero a la vez, tan dueños se sienten
del destino de los demás, que es capaz de ir aún más lento, si es que se puede,
para demostrarme quien manda.
3. 3 kms se me hacen eternos, si la
pierna no me estuviera matando me habría ido caminando, aunque la travesía
pedestre sin aceras y con vehículos a toda velocidad es otro cantar.
Al final el chofer ha decidido
alcanzar a su rival y trasnmuta de tortuga a liebre, de un frenón me baja en la
parada solicitada, la habladora del teléfono sigue ahí, le dedico una mirada de
indignación y me voy.
Rengueo hasta mi destino ubicado
a un cruce de boulevard y un par de calles delante de donde descendí, respiro a
través del cubrebocas con dificultad y alivio, miro mi destino, se siente una
sensación extraña de libertad después de estar en una especie de burbuja donde
el tiempo y el contacto humano se habían detenido.
El lugar de terapia me recibe con
un tapete sanitizante, una jerga, una zapatera nueva y todas las camas para
rehabilitación desperdigadas estratégicamente por el pequeño lugar para que al
menos esté a metro y medio de las otras; se me da la bienvenida y se me ordena
ir a lavarme las manos.
Comenzamos y mi cuerpo siente
como si trajera adherida una botarga a la piel incluso ante el estiramiento más
simple, sin embargo es un alivio para todas mis extremidades lastimadas, el
confinamiento ha entumecido y llenado de dolor lo que ya podía moverse. Al fin
terminamos y el rocío del líquido sanitizante pica y lastima la garganta, me
despido del guardia de la caseta con la alegría de verlo como si se tratara de
un viejo amigo. Emprendo el camino de regreso: lo he logrado.
Quién iba a pensar que despúes de
6 meses, algo tan cotidiano se podría convertir en un peligro.
