miércoles, 11 de noviembre de 2020

Crónica de Alto Riesgo (a 6 meses de pandemia)

 







Noche previa de insomnio, el corazón se acelera, terror más que emoción, incertidumbre, y a la vez una sensación indescriptible que invade el cuerpo, tal vez hasta un cierto temor en las piernas, 6 meses despúes, volveré a hacer uso del transporte público.

Probablemente causaría risa si no se estuviera viviendo una pandemia mundial, alentada por los medios de comunicación a desatar los más aterradores escenarios; Uno podría tener miedo de ser asaltado, de un choque fatal, de pescar chinches, piojos o garrapatas, pero jamás podría imaginar, que el hecho de tomar una combi podría turnarse en un asunto serio de salud pública o incluso en  un asunto de vida o muerte para familiares o amigos.

El enemigo es invisible, los contagios han llegado a 28 millones en el mundo en este momento, y si ya de por si en este país, trasladarse en una combi es cosa kamikaze, ahora sumen la inconsciencia de la gente y el miedo a contraer el virus.

El primer miedo es a la multitud sin protección y asintomática. Efectivamente, una chica viene hablando con su novio a todo volumen sin cubrebocas por celular, un letrero indica tomar gel apelmasado de un frasco pegado con cinta diurex al tubo de la puerta, no quiero pensar si la combi entera porta más gérmenes que el despachador plástico que tiene esa tonalidad grisácea, seguramente en unas semanas esos despachadores ya no estarán ahí o viajarán vacíos.

Vuelta de rueda, el conductor  no para de hablar sin cubrebocas por teléfono, verifica los tiempos de las otras unidades que vienen detrás y delante, les habla por sus apodos y les señala los puntos donde deberán “esperarse”, “dejarse pasar” o por el contrario “meterle” para no ser alcanzados por su rival, quiero quejarme y quiero matarlo, pero a la vez, tan dueños se sienten del destino de los demás, que es capaz de ir aún más lento, si es que se puede, para demostrarme quien manda.

3. 3 kms se me hacen eternos, si la pierna no me estuviera matando me habría ido caminando, aunque la travesía pedestre sin aceras y con vehículos a toda velocidad es otro cantar.

Al final el chofer ha decidido alcanzar a su rival y trasnmuta de tortuga a liebre, de un frenón me baja en la parada solicitada, la habladora del teléfono sigue ahí, le dedico una mirada de indignación y me voy.

Rengueo hasta mi destino ubicado a un cruce de boulevard y un par de calles delante de donde descendí, respiro a través del cubrebocas con dificultad y alivio, miro mi destino, se siente una sensación extraña de libertad después de estar en una especie de burbuja donde el tiempo y el contacto humano se habían detenido.

El lugar de terapia me recibe con un tapete sanitizante, una jerga, una zapatera nueva y todas las camas para rehabilitación desperdigadas estratégicamente por el pequeño lugar para que al menos esté a metro y medio de las otras; se me da la bienvenida y se me ordena ir a lavarme las manos.

Comenzamos y mi cuerpo siente como si trajera adherida una botarga a la piel incluso ante el estiramiento más simple, sin embargo es un alivio para todas mis extremidades lastimadas, el confinamiento ha entumecido y llenado de dolor lo que ya podía moverse. Al fin terminamos y el rocío del líquido sanitizante pica y lastima la garganta, me despido del guardia de la caseta con la alegría de verlo como si se tratara de un viejo amigo. Emprendo el camino de regreso: lo he logrado.

Quién iba a pensar que despúes de 6 meses, algo tan cotidiano se podría convertir en un peligro.

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